domingo, septiembre 20

Peña Nieto, y el Grupo Atlacomulco

Impuesto con todas las de la ley, Alfredo del Mazo Vélez forjó con su familia un caciquismo de sangre que en las siguientes décadas daría de qué hablar con su hijo Alfredo del Mazo González —un ingenuo y fallido candidato presidencial—, su nieto Alfredo del Mazo Maza —que hizo una carrera política protegido por su primo Enrique Peña Nieto—, y su sobrina Carolina Monroy del Mazo —quien despegó en el montielismo y se consolidó en el gobierno de su primo Peña, entre otros.
Del Mazo alcanzó de inmediato “eficiencia” y poder. Este primer Alfredo nació en Atlacomulco el 21 de agosto de 1904, pero hasta antes de incorporarse a las filas del nepotismo de su pariente Fabela fue apenas un modesto burócrata inserto en la Comisión Nacional de Caminos e Irrigación. Sin embargo, a la llegada de Manuel Ávila Camacho a la Presidencia, en 1940, fue despedido. En el gobierno federal nadie lo quiso acomodar, así que regresó a su natal Atlacomulco, donde se sentó a esperar un golpe de suerte.
Y la suerte llegó. En marzo de 1942 —un año y tres meses después de su despido— hubo quienes recordaron aquella ocasión que, durante una crecida del río Lerma, Del Mazo llevó en hombros al diplomático Fabela para que pudiera cruzar el tormentoso e incontrolable río. Isidro también lo tuvo presente y lo llamó a colaborar en la gubernatura.
Así, el día 16 de aquel mes, Del Mazo arrumbó el viejo automóvil en el que ofrecía servicio público. Cambió su uniforme de chofer y se fue a servir como tesorero en el nuevo gobierno estatal de Fabela. Allí empezó su carrera política. Así ganó poder. Meses después lo nombraron secretario general de Gobierno y, en 1945, fue impuesto como gobernador. Del Mazo aprovechó bien el puesto y, con toda la fuerza de la costumbre del fabelismo, repartió los puestos públicos entre sus familiares y paisanos.
En las postrimerías de su mandato, incluso eran de curso común las versiones de que movió cielo, mar y tierra para que su primo hermano, el cura Arturo Vélez Martínez, fuera consagrado como primer obispo de la Diócesis de Toluca, lo cual sucedió en abril de 1951.
Después de ser un cura gris, Vélez Martínez se erigió como obispo y con la influencia que dejó su Ilustrísima, el tres veces obispo Maximino Ruiz y Flores, tomó su lugar como nuevo guía moral de todas las viejas familias atlacomulquenses. En su afán de no pasar inadvertido, intentó proyectarse por encima de sus feligreses. Se propuso, de entrada, reconstruir la humilde parroquia de San José ubicada en el centro de Toluca, a unos  cuantos metros del Palacio Municipal, para transformarla en una majestuosa catedral.
Sin duda era un proyecto ambicioso. Pero su lazo familiar con Alfredo del Mazo Vélez le sirvió para procurarse el apoyo de importantes personalidades en el ámbito de la política. Su trofeo mayor se materializó en la persona de María Izaguirre de Ruiz Cortines, esposa del entonces secretario de Gobernación y ex gobernador veracruzano Adolfo Ruiz Cortines —quien en 1952 daría un salto a la Presidencia de la República.
Tamañas credenciales lo avalaron para encargarse él mismo de recolectar las donaciones y fondos para levantar la catedral. El negocio fue tan redondo que, más adelante, formó su comité pro-construcción que encabezaban, según indagaciones de Díaz Navarro, “Gustavo Estrada, Agustín Gasca, Alfonso Lechuga y Gustavo Barrera, entre otros, quienes se abocaron a organizar una serie de eventos, tales como quermeses, colectas, funciones de teatro, sorteos, rifas y otros, cuya participación fue prácticamente obligatoria para los comerciantes, industriales y transportistas. Primeramente, estos eventos fueron a nivel local. Luego se hicieron en todo el país, por lo que el señor obispo se ganó los apodos de la plebe de ‘Don Rifotas’ o ‘La Gorda de Morado’.
”Todo marchaba viento en popa, hasta que las rifas y los sorteos para construir la casa de Dios en Toluca se convirtieron en fraudes, por lo que el señor obispo y Excelentísimo Arturo Vélez Martínez enfrentó varias demandas judiciales. El asunto amenazaba con un escándalo mayor. El fraude más sonado —por la desaparición de fondos, apoyos, colectas— se conoció como El Tolucazo, mote que se le daba a una casa ubicada en la carretera México-Toluca que el obispo jamás entregó a quien se la ganó.
”Aunque el obispo estuvo a punto de pisar la cárcel, lo salvó la llegada de su primo hermano Del Mazo Vélez a la campaña presidencial del priista mexiquense Adolfo López Mateos. […] Del Mazo se hizo cargo de varios pagos, uno de ellos por un millón de pesos, y habló con el Presidente de la República para evitar la deshonra del “curita” Vélez, quien a partir de entonces abrió una serie de negocios hoteleros con el nombre de Del Rey”.
Del Mazo Vélez seguía las huellas y enseñanzas de su padre Manuel del Mazo Villasante, quien, fallidamente, intentó sembrar las semillas del mito del poder desde la alcaldía de Atlacomulco, protegido primero, en los inicios de la Revolución, por Nicolás González Fabela y, más tarde, por Maximino Montiel Olmos.
A Del Mazo Villasante— impuesto en 1918 como alcalde—, la mala suerte y su falta de carácter lo hicieron naufragar en un mar de infortunios. El primero fue una epidemia de influenza que mostró la ineficiencia de su gobierno, pues nunca supo cómo enfrentarla. El resultado: decenas de muertes que los atlacomulquenses le achacaron en forma directa. La persistencia de la enfermedad obligó a las autoridades a sepultar a las víctimas en fosas comunes, quemarlas por cuestiones de salud, con dispensa de trámites oficiales, parroquiales y médicos. El problema obligó a las autoridades sanitarias a decretar el cierre temporal de todas las escuelas.
La gravedad de la tragedia se olvidó poco a poco y terminó de morir cuando le estalló un problema ocasionado por un chisme local bautizado como “Gilo y el monstruo de Atlacomulco”, consistente en el rumor de una enorme bestia imaginaria que asolaba a la comunidad. Algunos de los menos ingenuos habitantes del pueblo lo atribuyeron a un plan de la alcaldía para frenar la ola de críticas y cuestionamientos a Del Mazo Villasante por su pobre y tardía actuación en el caso de la influenza.
El tema fue retomado 50 años más tarde en las páginas del semanario ATA, en una nota firmada bajo el seudónimo de “Fray Comenio”: corría ese año de agobio de 1918, “cuando los pacíficos moradores vivían una ola de terror por la aparición de un monstruo apocalíptico. Por las noches y al toque del Ángelus, las puertas de los hogares eran cerradas a piedra y lodo para protegerse de un posible ataque de la terrible fiera que rondaba en los alrededores. […] Unos afirmaban que se trataba de un león africano escapado de algún circo y cuyo cubil lo ubicaban en el vecino Cerro Viejo. Otros, con una fantasía prodigiosa, afirmaban haberlo visto rondar sus apriscos, con apariencia de un becerro bien crecido, emitiendo roncos rugidos y un hedor insoportable. […] Así, las cosas transcurrían en el natural pánico que, día tras día, dominaba a los aterrorizados atlacomulquenses. Urgía tomar algunas medidas de defensa en contra de la bestia nocturna por las solitarias callejuelas del villorrio. […] Los más ancianos y prudentes aconsejaron una batida a cargo de fornidos mocetones. Para ello hubo necesidad de exhumar los viejos mosquetes, empuñados en otra época a las órdenes del amado general Ignacio Varas de Valdés”.
El pueblo estaba desconsolado por los “ataques” del monstruo que descuartizaba a sus víctimas, las degollaba o las mataba a garrotazos, y por la incapacidad del alcalde para organizar una partida permanente de vigilancia. Del Mazo Villasante dejó su amarga experiencia como alcalde cuando empezaron a correr los rumores de que no había bestia, león ni monstruo alguno; por el contrario, había indicios muy claros sobre una banda de abigeos —delincuentes y cómplices entre cuyos apellidos destacaban los Del Mazo, los Peña y los Montiel—, responsable de las terribles muertes.
Disipado el rumor sobre la bestia, una década después, Arturo Peña Arcos, “El Chino” —abuelo de Enrique Peña Nieto—, su cuñado Pedro del Mazo Vélez “El Pedrín” —tío abuelo de Peña—, Manuel Pérez Montiel y Enrique González Mercado fueron involucrados como parte de la segunda generación de aquella banda de delincuentes dedicada al robo de ganado mayor o abigeato y, entre otros, de “apropiarse” de bienes inmuebles.
El desenlace cobró dimensiones de tragedia, los tres primeros fueron asesinados por la espalda; para que sirviera de escarmiento, el cuarto recibió la clemencia del pueblo que, en una reunión clandestina, acordó la ejecución de “El Chino”, “El Pedrín” y Manuel. El primero, “El Chino” —quien se había casado con Dolores del Mazo Vélez, hermana de “El Pedrín”— dejó huérfanos a sus hijos Arturo y Gilberto Enrique Peña del Mazo, de 10 y 6 años de edad respectivamente.
Sería inútil tratar de especular sobre algunos hechos, pero en 1925 Severiano Peña, bisabuelo del presidente Enrique Peña Nieto, también fue ejecutado por la espalda cuando se aprestaba a iniciar su quinto periodo como alcalde de Acambay —“despeñadero o peñasco de Dios”, un municipio del norte del Estado de México, colindante con Atlacomulco—.
El crimen se atribuyó a viejas rencillas políticas y ejidales, pero aún hay testimonios familiares, así como entre los viejos habitantes de Acambay, de que, aprovechando sus cargos y encargos municipales, además de sus amistades en Toluca, la capital mexiquense, Severiano tenía otras actividades más lucrativas, como la del despojo de propiedades y la apropiación ilegal de ganado mayor de los acambayenses.
La desgracia enmudeció a los Peña. En las décadas siguientes sólo darían otros cuatro alcaldes a Acambay: Salvador Peña en 1929; Alberto Peña Arcos en 1952; Rafael Peña y Peña en 1955 y 1967, ambos periodos por voto del pueblo; y Roque Peña Arcos en 1970. Con la lección aprendida o el temor a flor de piel, algunos de los Peña terminaron refugiados en Atlacomulco.
“Jubilado” aquel mismo año de 1918 por su incapacidad, Del Mazo Villasante todavía recibió un par de oportunidades. En 1920 lo hicieron juez conciliador y en 1922 primer regidor del Ayuntamiento. Al año siguiente falleció a los 47 años de edad, sin saber que su hijo Alfredo del Mazo Vélez se casaría en 1931 con Margarita González Mercado, hija de Nicolás González Fabela.
La muerte develó algunos otros temas de los que poco se hablaba en la familia, pero que bien conocía todo el pueblo de Atlacomulco: los Del Mazo Villasante estaban en la pobreza. Nadie pudo explicarse qué pasó con las haciendas de las que se habían hecho, producto de dotes matrimoniales. La pobreza llegó a tal nivel que doña María de las Mercedes Vélez Díaz, esposa de Manuel del Mazo Villasante, se vio obligada a trabajar como peona en la raspa del maguey y la extracción de aguamiel.

DR. Cruz Jiménez